
Labyrinthi
Labyrinthi
Labyrinthi surgió de una experiencia, de una iluminación repentina. Caminar y sentir que la vida tiene una senda que serpentea de mil modos, es deducir que la vida no es una línea recta, sino un caos ordenado que, lleno de energía, le lleva a uno a su desenlace. Un caos que se vuelve aventura, una aventura que se ilumina y se oscurece, que toma subidas y pendientes, largos tramos en los que parece que por fin se ha llegado al final, y tramos cortos que de pronto no lo tienen. No hay un único laberinto, sino tantos como personas en el mundo existimos. No hay vidas simples, todas tienen sus grandes o pequeños laberintos, llenos de preguntas y respuestas a medias, en tanto no aparezca un recodo en el camino que lleve a cambiar la dirección emprendida. Un solo laberinto encierra en sí muchos más de lo que a simple vista se alcanza, y todos los laberintos del mundo forman uno solo, ¡enorme!, hecho de todos, que nos abarca a todos y a todos nos sofoca, pero también nos da vida. Detenerse definitivamente en el laberinto es dejar de existir con dignidad. Hay que caminar, aunque a veces descansemos en él, en sus largas paredes blancas que no nos llevan a ninguna parte definitiva, más que a continuar el camino emprendido. El cielo es el techo de esta experiencia. El viaje se emprende con el primer latido, desplazamiento que termina al cesar el cronómetro interno. Empezar y cesar no significa llegar necesariamente a la meta; las calles te pueden perder en un movimiento incesante que no lleva al centro de ti, donde se encuentran las verdaderas intuiciones para recorrer el confuso sendero. Avanzar es crecer en el conocimiento de las rutas internas, aquellas que van marcando el camino y proporcionan el placer de estar vivos; itinerarios que a fuerza de repetirse los aprendemos como caminos seguros y que más de una vez ponen en crisis el recorrido; caminos que luego se vuelven callejones, callejas que de pronto se tornan avenidas, avenidas que terminan y hay que comenzar de nuevo. Los latidos se aceleran, se pausan, se acompasan al ritmo de la trama de la vida que se desarrolla a cada momento. Si no se aprende a escuchar las palpitaciones internas, las de más adentro, se arriesga el sentido de este caos ordenado que forma un todo continuo. Sin una mirada interior que guíe, los angostillos por los que se tiene que transitar más de una vez, se vuelven túneles del miedo, espirales del terror que expulsan del centro verdadero, ese centro que ubica y da las coordenadas para la navegación. Dirigirse al fondo del alma es sólo la parte que toca a quien recorre este laberinto vital, lo demás es gratuidad, no depende del peregrino, sino de la Vida que está más allá de esta sustancia del diario existir. Al centro de la espesura está ese espacio de serenidad y calma que se ansía con pasión centrípeta: este encuentro con uno mismo que alimenta y nutre lo verdadero y que, ineludiblemente, nos lleva al otro, al reconocimiento de la diversidad y la unidad más allá de nuestra piel: fuerza centrifuga que se expande a conquistar todo lo bello y bueno que rodea el ser del caminante y que ahora lo impulsa hacia fuera, hacia el exterior, a la periferia en búsqueda del hermano; como un palpitar que jala y expulsa la vida, así los laberintos de la vida se vuelven caminos de ida y vuelta que enseñan una sabiduría escondida para quienes se atreven a ir al centro de la espesura.
Paulo Medina